Wednesday, January 19, 2011

XV



EL DÍA SIGUIENTE, COMO SIEMPRE llegaba después de una larga y fría noche. En la Vega Central amanecía y los viejos cargadores bebían café con ron y otros con pisco, hacían fogones dentro de tambores para calentarse y no morir de hipotermia. Mientras tanto, los adictos que aún deambulaban como zombies por los rincones de los galpones miraban posibles ebrios para colgar, con una pinta digna de una hecatombe, su estampa estaba en la pitilla y buscaban algo que sirviera para reunir unas monedas y poder conseguir otra cachetada supraterrenal que los hiciera sentir vivos por unos segundos, a pesar que, aquellas dosis infames, solamente los arrimaban, y cada vez con mas fuerza, al borde de la soga mortuoria.
El Chato apareció temprano por el local ese día, saludó al CarePato y al CarePollo. Ambos hermanos con fisonomía aguileña. Ellos además de una exagerada nariz tenían una singular manera de caminar, algo muy parecido a las gallinas, con el cuello encorvado y un movimiento en zigzag perpetuo.
Esa mañana por suerte, no estaba lloviendo y el sol ya empezaba a juguetear con la escarcha que adornaba los bordes de las veredas. Se veía venir un hermoso día. Los perros guitarreaban con las patas sobre sus lomos al coro de las incesantes pulgas que pellizcaban con más sanguinaria hambre cada vez. Estaba dispuesto el día para promocionar una descomunal mañana de fin de mes, de buenas ventas, y como siempre, de alineadas mercaderías frescas. Estaba preparado el cuero de chancho, las rojas prietas, los trutros de pollo, la pulpa de cerdo. Las longanizas tenían un lugar especial sobre las latas de “acero inolvidable”, como cantara alguien por ahí. Pues es sabido que, sin longa no hay paraíso. Los gordos gatos, de los que cantara Chinoy en el puerto de San Antonio, estaban en medio de un pacto de tregua con las ratas, y muy por el contrario, aún no pensaban inmutarse, y ni siquiera mover un bigote, menos aún cazar a sus amigos. Los madrugadores tenían todo listo desde la noche. Era fin de mes y no había tiempo que perder. Las ventas se hacían solas, las viejas cuicas secundadas por nanas peruanas agarraban de todo, aunque quizás terminaran pudriéndose esas verduras en el refrigerador de sus casas, que importaba, era una venta más, y cada cual sabe donde le aprieta la chala e invierte sus luquitas. A los billetes nadie les hace asco, aunque sabemos de memoria que los morlacos son sucios. El Chato preparó las hileras de hermosas berenjenas y las acomodó tan lindas como un desfile de marionetas negras, después siguió con los pimientos, rojos y verdes, cual bandera italiana flameando sobre las vitrinas de madera, y terminó esa mañana comiendo pickles, cebollas en escabeche y aceitunas de todas las variedades, comía de aquellos tambores azules que parecen repletos de alimento y en realidad, solo traen la tapa volteada encima y una pizca de lo que muestran.

Entrando la media mañana, y llamaremos así, a las diez y treinta minutos. A esa hora aparecerían los gatos soñolientos quitándose las lagañas con las garras, los peruanos desfilaban a desayunar y aquellos trasnochados vendedores de artículos de telefonía comenzaban a levantar sus negocios. Los peruanos desayunaban un plato de fondo, mariscos y fideos. Hacían de la mañana una tarde y almorzaban al mismo tiempo. Era bueno saber que dos mundos tan distantes, y distintos, eran complementarios, ya que los viejos comerciantes, sucios y feos, y con las manos rotas atendían cordialmente a viejas igual de feas, igual de rotas, igual de tristes, con la elegancia que caracteriza a los vendedores profesionales de la Vega Central. Todos los comerciantes ostentaban títulos honorarios, típicos del sector y de por vida, estaba por ejemplo, “El Emperador del Ají”, “La Princesa de la Merluza”, “El Rey de los Chicharrones”, y como olvidar a aquellos “Príncipes del Vacío”, dignos representantes de la derrota social, siempre tan idos, merodeando tristes, perdidos y melancólicos por los abismos cercanos de la muerte. Aquellos dantes imbéciles que descendían por las estructuras metálicas del “Puente Peatonal de los Carros” y caminaban por la orilla del fétido río Mapocho buscando nada, y pensando que quizás, con una sola dosis más de tolueno iban a terminar con esa angustia que, lamentablemente resultaba interminable.

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