DEDOS.

-¿la atiendo señora?- pregunta el muchacho de pechera blanca con manchones de sangre fresca, evidentemente encañado y con las mechas resecas y tiesas mirando hacia el techo. Si deme por favor una reineta fileteada, sin ninguna espina oiga, le contesto ella señalando al gris pescado con la mano estirada frente a su vista. Sus cuidados dedos eran largos y relucían. Pude ver como tenía todo el sueldo del muchacho en tres dedos, y tal vez, el sueldo mío y de tres empleados más del oscuro mercado ese sábado por la mañana. Los brillantes y el oro de sus anillos casi le hacen filetearle la mano a ella, de seguro lo pensaba y lo haría de un solo corte. Seguí mi camino viendo pescados muertos sobre sus tumbas de hielo. No dije nada, ella tenía cara de sometida, ojos de apenada, cara de vieja y de puta estirada de tanto manoseo, su maquillada fisonomía cursi se sabía ultrajada por un anciano capitalista que no la ama y, que como sabíamos, ya no le metía ni un dedo.